jueves, 5 de agosto de 2010

FILMOTECA, CRISIS Y WOODY ALLEN


    
              El ir a la Filmoteca d’Estiu organizada por el IVAC-La Filmoteca desde hace varios años en las tórridas noches de julio y agosto se ha convertido en un ritual que, incluso en los tiempos que corren, no deja de ganar adeptos. Y a los hechos me remito, pues desde que se inauguró el pasado viernes las colas que se forman sorprenderían a más de uno. Y lleno hasta la bandera oiga. Lo curioso es que sabiendo del éxito que tiene esta propuesta veraniega la organización haya reducido notablemente el número de proyecciones respecto a otros años cuando precisamente esta edición parece gozar de más afluencia que nunca. Será como me dijo mi acompañante Lucía, musa y amiga (que aparecerá reiteradas veces en este “Pinchos y ganchos”), que dada la falta de monetario en general, una película por tres euros y al aire libre es algo que apetece (como a ella me parece indignante que una entrada normal de cine no baje de los 5 euros.)Y es algo que me encanta, porque demuestra que en este país hay cosas que interesan a la gente por encima de Telecinco, el auténtico cáncer que sufrimos en España, junto a los 40 principales y la SGAE. Lo único malo, las sillas blancas que nos dejarán con una atrofia memorable.
De los tres ciclos que se solían proyectar, este año sólo tendremos dos, con seis películas cada uno. Dos ciclos sí, pero vaya dos: uno dedicado a Woody Allen (cuya filmografía se seguirá proyectando en la sala L.G. Berlanga en el Rialto a partir de septiembre) y otro de estrenos del último año en V.O.S.E., con una política de selección excelente, por lo que “truñacos” como los bichos voladores de Avatar no se verán por allí. Ayer por la noche era el turno de una de mis películas favoritas y la que creo que es una de las mejores del señor Allen (imposible decidirse por “la mejor” y menos con 42 películas que Woody lleva a sus espaldas): La rosa púrpura del Cairo (The purple rose of Cairo) de 1985.


Mucho se ha escrito y dicho sobre este carismático film. Si bien es cierto que la idea de que un personaje entra y sale a sus anchas de la pantalla de cine no es original (un tipo llamado Buster Keaton ya lo hizo bastantes décadas antes en Sherlock Jr. de 1924, y sí, está en youtube) no le quita mérito a la película. Además, como bien me enseñó Carlos Cuéllar, la originalidad está sobrevalorada e importan muchas otras cosas dentro de un film. No debe ser la vara de medir de un modo exclusivo. Además este debate de la originalidad en el arte ha sido centro de extensas discusiones con mis compañeros de carrera y no estoy por la labor de meterme en ello otra vez. Pero a pesar de que esa idea no la presenta Allen por primera vez no se queda solamente en un “truco” cómico de personajes que entran y salen del celuloide.
Utilizando como pretexto la salida (literal) de la pantalla de Tom Baxter (Jeff Daniels), uno de los personajes del nuevo éxito de la RKO La rosa púrpura del Cairo (una formidable recreación de Woody Allen de los ambientes, personajes y clichés de las “comedias de teléfonos blancos” propias de los años 30 en América), el director de Brooklyn propone una inteligente, fresca y entretenida reflexión sobre esos dos mundos entre los que tanto le gusta jugar: realidad y ficción. Por otro lado nos ofrece una breve crónica del momento histórico de aquella década en la que el cine, como bien nos atestigua la “screwball comedy”, pretendía hacer un poco más feliz a la gente (además de hacer negocio, obviamente) aunque sólo fuera enseñándoles la vida que nunca tendrían.

 El poder de las imágenes, y el cómo estas nos cautivan hacen que una pobre desgraciada de Nueva Jersey llamada Cecilia (Mia Farrow) en el paro, con un marido alcohólico y maltratador  (Danny Aiello) logre con su presencia que la ficción salga de la pantalla blanca y se haga “realidad”, en una carambola metalingüística de cine dentro del cine en el cine. La cosa se complica cuando aparece en escena el actor “real” que da vida al personaje de Tom Baxter.
El film nos habla también de la fuerza del deseo y de la imaginación. Siempre he creído que algo así puede pasar, porque son infinitos los ojos e infinitas las emociones derrochadas por los espectadores a lo largo de la historia del cine, y eso ha debido crear una energía, una magia, que o bien como dice Allen puede hacer vivir la ficción en un sentido positivo, o bien, como leí en un relato de Clive Barker, El hijo del celuloide (que me prestó la gurú de lo truculento, llamada Neus), puede alcanzar sus cumbres más repugnantes, macabras y terroríficas. El deseo es peligroso y la imaginación puede ser tan perniciosa como la falta de imaginación.
Son muchas las lecturas que se pueden hacer de este film. Pero hubo una nueva que ayer me llamó poderosamente la atención y que, por el diferente contexto social en el que la había visto anteriores veces, no había sido consciente de ella. El film está ambientado en la América deprimida de los años 30. Las referencias al paro, a la crisis que vive el país, a las miserias y a la necesidad imperante del dinero son constantes. Dado el contexto que nos ha tocado tragar con la crisis económica de las narices (a la que aún le queda mucho por jodernos, desgraciadamente), estas referencias quedaron más subrayadas que nunca. Sentí una especie de rumor sordo entre el público que mostraba una media sonrisa, no de satisfacción, pero sí de sentimiento de identificación. Porque esa película estaba hecha para nosotros más que en cualquier otro momento. Porque precisamente los españolitos (y valencianitos) de a pié, estábamos haciendo con la película de Allen lo mismo que su protagonista hacía con La rosa púrpura del Cairo: evadirnos, por hora y media y a tres euros, de toda la “caca” que nos rodea, tanto real como mediática, pero sin olvidarla.
Sin embargo el señor Allen es consciente de lo que hace y por mucho que nos guste la ficción esta no deja de serlo. Tom Baxter es perfecto, pero peca de la inocencia que nos ha transmitido el cine que nos ha pretendido enseñar que el ser humano es bueno. Si le pegan, no se despeina (como en el cine), tiene la frase perfecta (para él dios son los guionistas). Sin embargo su dinero no sirve en el mundo real y necesita de un fundido en negro para mantener relaciones sexuales.
Tarde o temprano nos toca volver a pisar el suelo en el que vivimos. Y aunque pueda resultar un poco cruel el final de la película, con ese sabor agridulce, en realidad el señor Allen lo hace por nuestro bien. De nada nos sirve un happy ending en un lujoso apartamento de Manhattan o Hollywood (como sí ofrecían las películas de los años 30) cuando sales a la calle y hay quien no tiene nada para comer. El batacazo emocional es enorme. Pero los tiempos cambian, y con su inteligente reflexión, Allen nos baja de la nube antes de pegarnos la bofetada de la realidad, de un verano caluroso y cansino, sin un duro y sin trabajo. Lo ideal habría sido que la protagonista escapara con el actor que interpreta al personaje que se escapa de la película.
Pero la vida no es como en las películas, y Woody se encarga de recordárnoslo puñeteramente disfrazando ese dolor con chistes o con referencias a su amado cine clásico, pero no por ello deja de recordarlo. La ficción está bien allí donde debe de estar, en la pantalla. El mundo del cine (de la fantasía, del deporte, de la literatura, del entretenimiento…) nos puede hacer sentir bien por un rato, pero no es real. Es un refugio sí, pero que caduca, que nace y que muere si alguien le da al proyector. Y por muy bellas que sean las cosas en la pantalla, por muy ideal que la vida de Tom Baxter sea (de club en club, sin dolor, sin despeinarse y besando de maravilla), no es la realidad. Porque por muy genial que nos pudiera parecer esa vida, su champán no deja de ser gaseosa.

De todas formas por doloroso que sea, el cine no deja de ser maravilloso y, si la fantasía se acaba, siempre podemos hacer como la desdichada Cecilia: ponernos a ver otra película. Siempre he sido partidario de que el cine debe ser diverso, que no sólo se puede ni se debe disfrutar del puro entretenimiento, que también está muy bien. Creo que el cine también debe servir para denunciar, para hacer arte y para, aunque suene sobadísimo “hacernos pensar”. Sin embargo, aunque lo uno no está reñido con lo otro, lo cierto es que este mundo de hoy necesita de evasión, de una “screwball comedy” cultural, de un alivio, de un interés, teniendo en cuenta que la realidad seguirá ahí fuera (por mucho que la Roja de los cojones ganara el mundial) y que la evasión no tiene porque ser sólo lo detestable, lo fácil y la puta mierda (a Telecinco me remito otra vez).
Pero bueno, como dijo una vez Woody Allen “odio la realidad, pero es el único lugar en el que me puedo comer un filete”

1 comentario:

  1. Qué bien que nombres "Hijo del celuloide"! jejeje, siempre lo he asociado con "La rosa púrpura del Cairo".

    Yo más que las sillas lo que odio es que para los bajitos es dificilísimo poder leer los subtítulos.

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