martes, 17 de agosto de 2010

EL VENENO (Y LA PISTOLA) DEL TEATRO


           Aunque sé que a muchos os resultará repetitivo que vuelva a hablar del señor Allen, ha dado la casualidad de que las últimas películas que he visto han sido las que la Filmoteca ha proyectado dentro del ciclo dedicado al director de Brooklyn. Pero tranquilos que mañana publicaré mi comentario sobre una película de estreno que vi el pasado viernes y que para un servidor no tiene desperdicio “Philip Morris, te quiero” (sí, habéis leído bien.)
            Pero volvamos a los temas allenianos en los que sabéis que me muevo muy a gusto. El pasado jueves tuve la oportunidad de ver (otra vez con renovada compañía: gracias Kiko y gracias Vidal por la presencia y el aguante) Balas sobre Broadway (Bullets over Broadway) de 1994, con la particular situación de que era la única obra de Allen que aún no había visto.
             Esta es una película que emparenta directamente con otras realizadas por Allen y que yo incluyo en el grupo de las “nostálgicas” que se ambientan, más o menos, durante los años que se corresponden con la infancia de su autor y que han retratado desde la sonrisa y la nostalgia el mundo del espectáculo y, para no perder la costumbre, los vicios culturales del señor Allen.
  Curiosamente, dejando a un lado La maldición del Escorpión de Jade (2001), en ninguna de estas películas nostálgicas Woody aparece como actor, algo que no sé si responde a un deseo de no interferir (físicamente) en la recreación de ese pasado idealizado o, simplemente, porque no existe un papel adecuado en esas películas para las limitadas dotes como actor que Allen posee y que tienen su mejor recipiente en el personaje que él mismo se ha creado a lo largo de su carrera.

 
Esta serie de películas nostálgicas son La rosa púrpura del Cairo (1985) que nos hablaba del cine, Días de radio (1987) un homenaje al papel de la radio y su música en la América de los años cuarenta, Balas sobre Broadway (1994) una farsa sobre los entresijos de la cosa teatral, Acordes y desacuerdos (1999) su particular homenaje al jazz, sin utilizar el clarinete y con un Sean Penn, como siempre, soberbio; y La maldición del Escorpión de Jade (2001) una recreación con el sello Allen de las screwball comedies. Hay que dejar de lado, claro está, La última noche de Boris Grushenko (1975) que por mucho que nos hable de la Rusia decimonónica poco o nada tiene de recreación histórica.

 

 En todo este subgénero nostálgico que ha creado el señor Allen dentro de su propia  filmografía se dan una serie de constantes válidas para analizar también Balas sobre Broadway. Además de la habitual no presencia de Allen cuando viaja al pasado, destaca el carácter coral que estos film suelen tener y el peso de la dirección artística que en este conjunto de películas es más que notable y, en algunas ocasiones, es de lo mejor del film. La capacidad de recrear los ambientes, aunque otra vez sean de Nueva York, es increíble. Y ya no sólo hablo de los cabarets, salas de fiesta y grandes mansiones pues, curiosamente, es en este subgénero “nostálgico” cuando Allen muestra otras clases sociales con algunos personajes y lugares que no son de la clase alta-snob neoyorkina.
 Un ejemplo vuelve a ser La rosa púrpura del Cairo en la que Cecilia es una mujer de clase baja que vive en un barrio modesto de New Jersey. En Días de radio conocemos a una numerosa familia judía americana sin excesivos recursos y que vive pegada a la radio. Igualmente el protagonista de Balas sobre Broadway es un autor teatral sin demasiado éxito y cuyo mundo no es precisamente el del lujo.
Es curioso porque en todas las visiones que Allen ofrece del pasado el lujo y la gente adinerada neoyorkina a las que nos tiene acostumbrado desaparecen para dejar paso a un ambiente muy familiar y más humilde. Y esto sucede así incluso en los films “no nostálgicos” en los que hay referencias al pasado, como es la escena de Delitos y faltas (1989) en la que Judah (Martin Landau) rememora una momento de su infancia alrededor de la mesa familiar; o las escenas que abren Annie Hall (1977) cuando Alvy (Woody Allen) recuerda los años de la escuela. Es algo que me llama mucho la atención aunque, como Allen siempre ha dicho, él sólo retrata y rueda aquello que conoce. En consecuencia el único pasado que es capaz de ofrecer en la pantalla es el que el todavía retiene (y transforma) en la memoria, pasado asentado en sus orígenes humildes, las tardes de radio y cine y de barrios lejos de ser de clase alta como es su Brooklyn natal.

 

            Tras algunos estrepitosos fracasos y el escándalo mediático por su relación con la hija adoptiva de Mia Farrow, Balas sobre Broadway hizo que Allen volviera a ser considerado por la taquilla y por las quinielas, ya que reapareció en las nominaciones al Óscar, aunque finalmente sólo Dianne Wiest se hizo con una estatuilla como mejor actriz de reparto, honor que ya había recibido ocho años antes gracias a otro film de Allen, Hannah y sus hermanas, de 1986. Por cierto, no son pocas las actrices en roles secundarios que se han llevado el Óscar gracias a una película de Allen incluyendo, por más que me pese, a Penélope Cruz.

 

            La película está protagonizada por un pasable John Cusack en el papel de David Shayne, un autor teatral que por mucho que se niegue a “cambiar una letra de su obra para rebajarse a la comercialidad de Broadway” no tendrá más remedio que hacerlo. Por un lado por las exigencias del productor, un peligroso mafioso que busca mediante la obra dar algo que hacer a su estúpida novia con aires de actriz, llamada Olive (Jennifer Tilly.) Por otro lado porque, aunque nos cueste horrores admitirlo, no siempre tenemos el talento que creíamos o que nos han hecho creer que poseemos, y más cuando el talento que a uno le atribuyen es, en el caso de nuestro protagonista, la valía innata de otra persona, Cheech (Chazz Palminteri), el matón y guardaespaldas de la novia del mafioso que, sin estudios y sin esfuerzo alguno, logra crear una obra aceptada y mucho mejor elaborada que aquella que había escrito Shayne.
            Y esto, aunque sea un chiste de Allen, no deja de mostrar lo que es una realidad, que no todo el mundo puede ser lo que quiere ser y que resulta muy cómodo desprenderse de los principios que tan férreamente se han defendido con tal de recibir el aplauso, la fama y una vida más cómoda. Pero todos somos humanos.


            El protagonista, un claro alter ego del propio Allen (tanto es así que Cusack imita a la perfección muchos de los conocidos tics del director), preocupado por crearse un universo moral al que pretende ser fiel acaba cediendo al ver que muchos pasean por el mundo sin un código moral, a merced del capricho y la indignidad, pero que, sin embargo, son  personas más felices y que no tienen los problemas de conciencia que poseen aquellos que buscan una lógica moral en el mundo. Y es que es difícil hablar de moralidad o dignidad cuando te enfrentas a un mafioso al que le importa poco o nada el arte pues para él no es otra cosa que un negocio que debe salir bien bajo amenaza de lanzarte al Hudson con hormigón colgando de los pies.
            Además de esta moralidad y de aquello que es correcto o no, algo tan habitual en Allen, la película nos habla de algo tan simple pero tan verdadero como es la “falsedad de las apariencias”. El mundo de la farándula, de los teatros, los carteles y los actores, no es más que una farsa. Y Allen se encarga de dejarlo claro, mostrándonos a un pintoresco grupo de actores maniáticos que lo único que hacen es actuar, obviamente, pero tanto dentro como fuera de las tablas del teatro. Esto queda claro en el personaje de Dianne Wiest, Helen Sinclair, una actriz que lo es más fuera del teatro que dentro y que se ha creado su mundo de excentricidades y glorias adobadas con mucho alcohol.


Por otro lado muchos de los que hemos participado en una obra de teatro o proyecto similar nos podemos sentir identificados en algún momento viendo esta película, pues no es nada fácil conciliar las necesidades y deseos de cada uno, aunque no sean tan excéntricos o problemáticos como los de la película de Woody Allen, siendo un sacrificio muy grande el que se debe hacer con tal de que el  resultado sea el requerido. Y esto es extensible a todo el mundo de la creación y del arte (y la vida) en el que cuando hay más de uno al que atender, surgen, inevitablemente, los problemas. Pero, por suerte o por desgracia, no todos tenemos a un mafioso para que liquide a aquellos que consideramos que sobran en nuestros proyectos. Y aunque sin ellos sería mucho más fácil, no podemos ni debemos hacerlo.
            Pero esta farsa no sólo pasa revista al mundo del teatro, las manías de sus estrellas y todo lo interesado que es el mundo del arte y los artistas. Allen parodia, y muy acertadamente, toda esa vida de bohemia, de pretendidos artistas y autores, que filosofan, hablan y debaten interminablemente en cafeterías;  falsos artistas incomprendidos que, con mucha palabrería hueca evitan hacer realmente algo de provecho. Todos sabemos lo lleno que está el mundo de caraduras, falsos intelectuales y gente que habla de la bohemia y que sin embargo ama tanto la vida burguesa que por otro lado critica. Pero es lo que siempre he dicho, es muy fácil ser bohemio con la cartera llena (o con una cartera cercana con la que abastecerse.)


 Por otro lado he de decir que la película, aunque entretenida, me resulta algo plana aunque mejora a medida que avanza el metraje. Se ha dicho que es una de las mejores de Allen, opinión de la que difiero notablemente. Me da la sensación de que la película se queda a medio gas, puede que por lo maniqueo y básico de muchos personajes. Pero al fin y al cabo, si esta película es una parodia, la profundidad psicológica puede que esté demás. No obstante existe un aspecto notablemente confuso en el film, ya que se hacen constantes referencias a cambios en la obra teatral que se está montando, de situaciones de los personajes, transformaciones de diálogos… sin que conozcamos siquiera de qué va esa obra de teatro,  llamada "El Dios de nuestros padres", por lo que no podemos ubicar ni entender por qué se hacen esas modificaciones y, por tanto, tampoco podemos conocer el verdadero talento de Cheech, puesto que es él quien, haciendo de negro de Shayne, reescribe los diálogos y efectúa las mejoras en la obra para que esta acabe convirtiéndose en un éxito al final de la película.


Este film posee, como todos los de Allen aunque quizá con mayor razón, múltiples referencias a otras películas concretas. Es una afición que Allen tiene en su filmografía, el reinterpretar mediante guiños concretos o situaciones argumentales multitud de películas, especialmente del cine clásico. Guiños que siempre están a mitad camino entre la parodia y el homenaje. Parece como si Allen quisiera reescribir desde su óptica tan personal la propia historia del cine, y uno no sabe muy bien si es para marcar similitudes o para destacar las diferencias. En este caso, y esto lo digo yo (por lo que puede ser verdad o simplemente una percepción fuera de lugar), hay un par de películas en las que creo que Allen ha mirado para desarrollar esta.  
Por un lado Los viajes de Sullivan (1941) de Preston Sturges, en las que un director harto de hacer comedias quiere realizar películas más comprometidas que ayuden a comprender la realidad, con el repetido dilema artístico entre la comercialidad y aquello que verdaderamente se quiere contar o hacer. Por otro lado citaría Con faldas y a lo loco (1959) de Billy Wilder porque, igual que aquí, combina escenas de cabaret y de pura comedia con la acción más sanguinaria de la mafia y de los ajustes de cuentas durante la Ley seca. Wilder es Wilder, pero Allen ha demostrado un gran talento para moverse como pez en el agua por distintos géneros aunque sea comprendiéndolos únicamente en el plano de lo formal o lo superficial. En Balas sobre Broadway hay una escena en un establo, en plano-secuencia, que por todos sus elementos (iluminación, suspense…) es  digna de formar parte de cualquier buena película  sobre la mafia o sobre espías
.

El film, como se ha visto, posee diversos logros pero destacan especialmente la divertida situación (para el espectador) de tener que contar  en el montaje teatral con la novia del mafioso que no se anda con tonterías, la calidad de los chistes (aunque muchos de tan cultos que son se pierden en el intento) y la ironía que ofrece el personaje de Cheech, un matón insensible que sin embargo tiene más talento que los demás para la escritura. Toda una lección de humildad. 


A pesar de ello uno de los problemas que veo es el final de la película que me resulta algo fuera de lugar aunque puede ser entendido por contraposición a las falsas apariencias del teatro y del arte. Frente al mundo de la tablas, donde todo es tan efímero, las relaciones peligrosas y vacías y el éxito pasajero (y en este  caso ni siquiera merecido); nada mejor, más feliz y más real, que tener a alguien a tu lado que te quiere y te respeta por lo que eres y no por lo que pretendes ser, aceptándote con todo lo bueno y todo lo malo.

1 comentario:

  1. Sabes lo que da rabia? Leer las revistas de cine y encontrarse con tanto cansino snob haciendo críticas como quien hace ley, y luego entrar en internet y leerte a ti, que estás en un blog en lugar de sustituirlos a ellos. ¿Te habían dicho ya que eres la mar de entretenido? Espero que no abandones el blog.
    Saludos!

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